Como algunos ya saben, a finales del 2017 me fui unos días de vacaciones con mi familia a la Riviera Maya, y si bien no me encontraba en las mejores condiciones emocionales, en verdad disfruté mucho del viaje familiar que con tanto cariño nos regaló Alexis, mi hermano mayor. Pero, siendo sinceros, estando en un hotel prestigioso y en uno de los lugares más paradisiacos de México es difícil pasártela mal, ¿no? Entre la arena blanca, el hermoso mar y las comidas deliciosas, el tiempo se nos fue como el fino polvo de la playa entre los dedos. Sin embargo, hubo una noche en especial que dejó en mí un recuerdo que probablemente nunca abandonará mi memoria.
La historia comenzó después de cenar, cuando fuimos al lobby del hotel que era sólo para adultos y nos sentamos en unos sillones a la orilla para disfrutar del evento que habría esa noche, una cantante que poco tardó en empezar a atraer a las personas a la improvisada pista de baile. Si bien nunca se formó una multitud que llenara el de por sí amplio espacio, no fueron pocos los que sucumbieron ante el ritmo de las canciones. Y ahí me encontraba, en un largo sillón junto a mi hermano menor, y a menos de un par de metros de él estaba una chica que, si bien no imponía temor con su belleza, me pareció lo suficientemente agradable y atractiva como para que en mí se despertara un gran deseo de invitarla a bailar.
Aunque nunca diría que soy un gran amante del baile, confieso que en ese momento tenía varios motivos para querer que las llantas de mi silla de ruedas se movieran erráticamente, motivos que, además de idealizar una escena que estaría llena de risas y que podría terminar en una habitación ajena a la mía, más concretamente provenían de mi pasado. Y es que, ¿cómo no querer demostrarme que realmente puedo bailar con cualquier chica? ¿Cómo no ver en ese momento la oportunidad de coser una de las muchas heridas que tonta o valientemente me provoqué ese año? ¿Cómo no esperar que el viaje me dejara una pequeña historia personal, mía y sólo mía?
Pero la verdad es que todo se quedó en eso, en un deseo. No me atreví a invitarla a bailar, y esto fue por dos razones aparentemente simples: la primera era el terror a que me dijera que no, sinceramente no me sentía preparado para enfrentar otro rechazo; la segunda era por el terror a que me dijera que sí, pero que al momento de bailar me tratara con excesivo cuidado, como si estuviera hecho de cristal, y que, en lugar de una alegre sonrisa, pudiera notar en su rostro una clara incomodidad típica de una persona que está haciendo algo sólo porque no pudo decir que no.
Puedo terminar esta anécdota de varias formas, cada una con su propio tono. Pero me quedo con el hecho de que, si bien a veces el pasado es una carga demasiado pesada, se puede superar con un poco de ayuda externa. No dudo que si me volviera a pasar una situación similar estando con alguna de mis amigas, más temprano que tarde se encargaría de que esté bailando con esa chica desconocida sin que ni siquiera me dé tiempo de dudar un poco.