Hace poco estaba viendo videos de quien es mi cantante favorito, Rayden, un rapero español que, independientemente del género de su música, sigo desde hace varios años por la auténtica genialidad y arte que hay en la mayoría de las letras que escribe. Pero curiosamente ese día, tras escuchar una de sus frases que ha pasado por mi playlist innumerables veces, algo golpeó fuertemente mi interior; y si bien no es precisamente parte de una canción, sino el final de una fábula que acompaña a “Nunca Será Siempre”, uno de sus éxitos que más disfruto, esta frase dejó tras de sí una especie de cubeta de agua helada que me llevó a cuestionar un aspecto de mi manera de vivir que siempre había considerado “normal”. La frase que trastocó mis sentimientos es tan corta como profunda: si siempre te dices nunca, nunca será siempre.

Hoy, más que en cualquier otro momento, puedo decir que no tengo la intención de exponerme sentimentalmente en un futuro cercano, que no quiero que nada ni nadie sea capaz de lastimarme de alguna forma u otra. Pero esto, en la mayoría de personas, es algo normal, ¿no? ¿A quién le gusta que le hagan daño? Si no te torturaste viendo las secuelas de 50 Sombras de Grey, ¡bien podría asegurar que a ti no te gusta sufrir! Sin embargo, el problema está en cómo evitamos esa exposición al daño, o, más concretamente, en cómo la evito yo.
“Nunca” es una palabra que está en el fondo de mi mente casi frente a cualquier situación. Recuerdo que estando en la secundaria, cuando tenía unos 12 o 13 años, después de decirle a una amiga que me gustaba por medio de una carta y, al día siguiente, verla venir hacia mí en el descanso, poco tardé en dirigir mi silla de ruedas eléctrica a la dirección contraria, ya que en mi mente sólo escuchaba “nunca te podría corresponder”. Pero, recorriendo un poco por mi memoria, me es sumamente fácil encontrarme con frases preocupantemente similares; como la chica de la taquilla del cine que “era tan bonita que nunca me haría caso”, la vez que no me puse una puta camisa elegante porque “nunca se tomaría en serio la cita”, o aquellas muchas ocasiones donde me quedé sólo fantaseando con lo que podría haber pasado porque “ella nunca querría salir conmigo”.

Sé que algunos me dirán que es común temer al dolor; pero no es cierto, el dolor es un sistema de defensa del cuerpo que evita que suframos daño, es lo que hace que quitemos la mano del fuego para no quemarnos. Temerle al dolor es como tener miedo del antivirus de nuestra computadora o de la alarma contra incendios del lugar donde vivimos. No sólo es un sinsentido, sino que también nos aleja de situaciones que claramente están ahí para ser vividas. Sí, reconozco que le tengo miedo al rechazo, que es prácticamente imposible que no lo relacione con la discapacidad con la que nací; sin embargo, desde que escuché a Rayden pronunciar esa frase en La Riviera, me aterra que nunca sea siempre.